
Tenía prisas porque llegara la mañana, al fin y al cabo la luz del día reconforta las noches de pesadilla...
Iba a ser mi primer encierro. Tantos años esperando…
-Sólo correrás cuando seas mayor-sentenció mi madre.
Y ahora era el tiempo primero de ser mayor.
Siempre hasta entonces vi pasar al toro desde el balcón de la casa. Y bajo él vi correr la gente arremolinada, miedosa, alegre, tensa y enloquecida. Me contagiaba de sus sudores y de sus carreras de sus miedos y de su locura.
Cuando el sonido de la última bomba quedó en el aire oliendo a pólvora el corazón me dio un brinco y jaleé con entusiasmo. Mis zapatillas se hacían pequeñas dentro de los pies y un hormigueo me ascendía hasta la tripa. Daba saltos de contento aferrándome a la baranda del bacón y siendo uno menos era uno más en aquella calle estrecha que por momentos se iba poblando de corredores ataviados con sus camisas blancas y su faja roja a la cintura.
Pasaron unos densos minutos cuando de repente, toda aquella muchedumbre se puso a correr despavorida. Por la esquina asomó la punta de la maroma. La carrera se hizo más frenética. Observé los rostros de aquellos corredores que agarraban con fuerza la soga como si electrizados nunca más podría deshacerse de ella. Al poco momento: el TORO. Dueño absoluto de la calle y del tiempo, ganando aroma y derrotando, bufando, embistiendo. Gritos...Pero en medio del vocerío entendí un silencio sepulcral que llenaba el corto espacio que va desde las astas enmaromadas al último corredor que le citaba. Era el peligro, era tal vez la muerte que espera agazapada, era tal vez el miedo, el respeto al holocausto de un rito ancestral que nadie comprendía.
La fiera observa asustada, aventa el campo próximo al que ya nunca ha de volver y se revela contra todos, contra su propia fuerza y arranca como un estampido. Tras ella la muchedumbre vocea ávida de sangre y de tragedia.
¡¡Crucifícale, crucificale!!
Era el mismo y encolerizado grito de una masa que pide un sacrificio.
Cuando el toro escapó calle abajo y sólo la muchedumbre le seguía ya ungida por el ritual, mis piernas seguían temblando contagiadas de la emoción que sentían los demás.
Aquella visión de ayer se me hacia presente en esa mañana de mayo con un sol radiante y dejando sobre la almohada los sueños mas disparatados...
Ya era mayor. Ya tenía la edad suficiente para ser testigo directo del sacrificio.
Faltaba mi madre y hube de comprar yo mismo las zapatillas de esparto siguiendo el ceremonial que acompaña a cada rito.
El día pasaba como cualquier otro día. No había mas diferencia que la gente en las calles y un aire de fiesta que lo llenaba de guirnaldas y farolillos.
Cuando a media tarde harto de sol y de moscas, harto de recomendaciones y de avisos sonó la primera bomba, el corazón me dio un brinco y volví al balcón de mi niñez. Ahora, cerrado y vacío, era como un sepulcro ajeno a toda fiesta.
El tiempo no había transcurrido, o al menos eso me pareció a mí, cuando un segundo estallido retumba en la tarde. Mil gargantas corearon toro, toro, toro…
Siempre había dicho que mi primera carrera sería por la calle principal, ancha y llena de portales y huecos en los que encontrar burladero en caso de peligro así que me aposté en la esquina del Pasaje, la misma esquina que en años sucesivos concentraría a los mismos corredores de siempre y en la que, pasados más años, comencé a encontrar ausencias.
Cuando la tercera bomba volvió a llenar el aire de miedos y de pólvora aquella muchedumbre se puso en marcha lentamente. El toro llegaría en pocos minutos si es que no había contratiempos. Cuatro, cinco minutos hubieron de pasar hasta ver aparecer la puta de la maroma, aquella misma punta que desde crío viera aparecer desde el balcón de la casa. Ahora parecía más grande y más pesada. La toqué como ungiéndome en la fiesta, como conjurando una promesa, y tal vez, como queriendo alejar de mi todos los miedos. De nuevo las zapatillas se me volvieron a hacer pequeñas en unos pies que bailaban sin poder estar quietos.
Tres minutos más y el toro asomó su testa enmaromada. Un pavor me heló la sangre y aquellos pies antes bailones se quedaron pegados al asfalto. ¿Dónde ponerme? ¿Cómo sujetarme a la maroma? Aquello no era un ensayo, todo lo más era una trágica manera de buscar la salida al miedo. Comencé a correr, la calle se me estrechaba, la gente se arremolinaba loca, frenética, mirando hacia atrás, buscando el peligro para huir de él. Yo también corrí, corrí despavorido. La maroma ¿Dónde estaba la maroma? Estaba delante de mí arrastrándose por el suelo como una sierpe callada que buscaba donde enroscarse.
De repente, el corredor más próximo a mí cae al suelo, miro hacia atrás, el todo está próximo, intento desesperadamente saltar por encima del bulto y en ese momento caigo yo también. Siento bajo de mí la serpiente que se retuerce queriendo adueñase de mi cuerpo indefenso. Alguien me lleva arrastras, camino en voladas sobre la maroma, miro al toro que se aproxima... En un arranque de fuerzas ruedo buscando el poco cobijo que me pueda dar el bordillo de la acera. Pero el toro me mira. El toro bufa casi encima de mí. Observo sus ojos grandes y negros. Otro bufido más encima de mi cara, el olor a pezuña quemada. Echo de menos el balcón, hecho de menos a mi madre, a los amigos, pero sobre todo, echo de menos una mano amiga que me incorpore, que me salve. No hay ángel de la guarda, no hay milagros, no hay más que un tiempo que se me hace eterno y un miedo que es grande y negro.
Pero el milagro se realiza, tal vez el ángel custodio me tapó con sus alas aunque yo no percibiese su presencia, y al instante la fiera se va tranquila, caminando como diciendo, te perdono por ser la primera vez.
Tal vez alguien me levantó del suelo, tal vez alguien me dio agua, tal vez alguien me llevó a un lugar seguro, tal vez alguien me sentó y me palpó por todo el cuerpo, tal vez alguien me dijo ¿te ocurre algo? Tal vez ni existí en esos momentos y todo fue un sueño.
Pero cuando desperté de ese sueño estaba sentado con un vaso de tila en las manos.
Hoy lo recuerdo y al recordarlo este corazón ya cansado vuelve a latir con fuerza, vuelve a ser el indefenso joven que cayó ante el morrillo del toro y que sin saber por que, acaso no era la hora de mi sacrificio, salio ileso.
Desde entonces he respetado cada toro, cada tarde de este cruento ritual que pasa a mi lado. Resguardado en el burladero de un portal lo veo llegar, lo veo pasar muy cerca y con una cierta compasión me hace decir, gracias.
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