viernes, mayo 27, 2005

DEL ROJO EN LAS ZAPATILLAS

JOSE CARLOS GUERRA
Los detractores de nuestra fiesta, apuntaron un día y esgrimieron como arma en su contra que la barbarie llegaba al climax cuando, muerta la bestia, el pueblo en muchedumbre pisaba su sangre tiñendo las zapa­tillas y la propia carne con el rojo sanguinolento en un acto da axacerbado entusiasmo sádico.

Pero se confundían y se confundirán siempre, mientras no sean ca­paces de divorciar a la tradición de la barbarie y el sadismo.

Se confundirán una y otra vez mientras no quieran ver en las tra­diciones una superación integrativa. Porque no han sabido, o no han querido encontrar esa «proyección humana» de las que nos habla el Dr. Martino Martín del Río, y que va desde las estatuillas del Magdaleniense, hasta los modernos y ciclópeos bloques de piedra de Chillida. No consideran a la tradición en la enjuncía que las concibió en el momento y la ecuación pueblo -circunstancias- fundamento que las ha parido.

Ir en contra de ellas por el mero hecho de destruirlas apoyados en posturas in, progres ultras o liberaloídes, es el negar la parte más ances­tral de nuestro yo personal. Es negar a la Historia dejándose llevar por lo que un político joven llamaba «la melodía en el arrullo».

Sin tradición no habría llegado hasta nosotros la palabra de Jahvé y los cantores de juglaría hubiesen perdido el valor de lo bello y lo ro­mántico para deshacerse en el tiempo. Sin tradición los pueblos del medievo, y por ende nosotros tampoco, habríamos concebido un cristia­nismo sencillo sin elucubraciones teológicas. Sin tradición, ni nuestros padres hubiesen sido nuestros padres ni la sociedad familiar sería la cé­lula compacta que nos mantiene hogares unidos.

A los detractores yo les llamaría más bien “pachazudos”, hombres vacíos de toda inquietud que no sea el trabajo constante y la avaricia.

El pueblo más grande de la Historia, Grecia, hubo de crear sus fiestas heredadas por vías de tradición de los pueblos antiguos acácios y súmerios. Olimpiadas, fiestas de Demeter, Agríonias, los sacrificios hu­manos de Quios y Lesbos y tantas y tantas otras, porque comprendían que el trabajo solo y continuo es un holocáustico cautiverio y no justifi­ca la vida sino se interrumpe frecuentemente con el relajo, el descanso y el divertimento. Fiestas en las que el cuerpo siente el entusiasmo de vi­vir, a la manera epicúrea de concebir la vida, la alegría de sentirse hu­mano y el sosiego en un quehacer tal vez más incómodo que el mismo trabajo, pero sopesado por la gracia y el gozo, la alegría y el entusiasmo.

Y así fueron naciendo tradiciones que se hicieron fiestas y fiestas que se tornan en tradiciones. La religión, las artes, las letras o los de­portes, cobran vida y se hacen a la sombra de estas tradiciones.

Unas son gallardas, fuertes, bravas y varoniles y otras, por el con­trario, se ablandan y se hacen poesía. Pero es que si el alma solo nece­sita para su sustento la sola dicha de sentirse arrullada por lo estético, al cuerpo hay que macerarlo a golpes de fragua.

Nunca se vive tan intensamente como cuando uno vive en el cons­tante peligro.

Y el correr el toro o los toros al igual que el jugarse la vida en un circuito, es prueba de hombría, de sentirse vivos, de responsabilizarse al peligro de encontrarse auténticamente en peligro. En una palabra, de afianzarse más como macho, como homo sapiens capaz de pensar y ca­paz de burlar con un quiebro toda la fuerza bruta de una bestia que viene portando pavor y muerte.

Sino existiese el peligro y no nos enfrentásemos a él ¿Cómo podría­mos definirnos en el sentido más exacto de Hombre?.

Hay cosas en la vida a las que debemos comprender y superar y es nuestro deber el irlas integrando en esta sociedad dé consumo que no acepta tradiciones porque se ha hecho blanda .porque ha concebido la vi­da tan solo en el trabajo deshumanizando al hombre y haciendo idola­tría del dinero. Una sociedad que valora al hombre por su posición so­cial y tiene escrúpulos a sus atributos personales.

El destruir por destruir, por el solo hecho de sentirse molesto hacia el ruido, la gente o los pitos es la postura más ruin y absurda que pue­de adoptar un individuo.

Ya no se pisa la sangre, al fin y al cabo este rito se hacía porque es necesario «bailar» encima de la res degollada para que vacíe completa­mente y si la sangre corre en la calle donde la muchedumbre se apiña para ver matar al «toro» lo lógico es que se pise y uno se manche. Des­pués fue esta una manera de dar fe de que se había participado en la carrera. Y como el Dr. Martino nos dice: -ellos- los pueblos primitivos bañaban su cuerpo en la sangre del toro degollado para que se trasmi­tiera el espíritu divino la fortaleza y el valor de aquél (el toro).

Que me salve mi anhelo de ser joven y comprender así las tradicio­nes si alguno de estos detractores me juzgan de desaprensivo por todo lo dicho.

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